CASTELLFORT (Castellón).

En Babia estaba ayer, tan en Babia que para este post he tenido que buscar en el archivo de fotos de hace nueve años, ni más, ni menos, justo el tiempo que hacía que no iba a Castellfort; así que no penseis que nos hemos hecho un lifting, nada de eso, simplemente es que en la foto que he puesto eramos unos veinteañeros todavía. La cámara subió y bajó, y es una pena porque hay buenos paisajes, pero si la fotógrafa anda perdida en el limbo, poco más se puede hacer...

Espero ir en más ocasiones, porque ahora tenemos allí a unos amigos que se han hecho vecinos del municipio a tiempo parcial, así que tiempo habrá de deleitarse en el arte de la fotografía.

Para llegar hasta este pequeño pueblo de la comarca de Els Ports, hay que subir y subir, porque se encuentra ubicado a una altura de 1180 metros. Como íbamos en moto, se notaba, especialmente, como el clima frío cuarteaba la piel, y es que en Castellfort hasta el verano es fresco, así que en este época del año no sobra la ropa.

El paisaje de la región es muy característico. Llaman la atención las construcciones de "pedra en sec" creadas por el hombre a lo largo de los años para su supervivencia. Son construcciones de piedra que van separando terrenos, casetas de pastor, pozos, balsas, amenizan el viaje y te dan una ligera idea de lo dura que es la vida en un rincón así, donde el clima y el entorno es hostil, y la agricultura y la ganadería continuan siendo protagonistas como principal fuente de ingresos. Vimos algunas vacas desperdigadas por ahí con su aroma particular, que a mí me encanta, porque huele a campo.

Cuando llegamos al pueblo sentí la sensación mágica del silencio, un remanso de paz revuelto con un ligero olor a leña quemada. En la misma entrada un anciano nos saludaba dándonos la bienvenida, así da gusto. El paseo hasta la panadería lo tomamos con calma, deleitándonos en cada paso, disfrutando el momento. Esto es lo que tienen estos pueblos, no hay prisas, la vida discurre plácidamente, el tiempo se estira, parece detenerse.

En la panadería olía a bollitos recién hechos, anís, harina y levadura. Carmen, la panadera, nos recibió con una sonrisa de oreja a oreja y unas ganas de hablar interminables. Nos presentó a sus padres que se encontraban sentados en las dos únicas sillas que había en el interior, y yo, que ya os he dicho que estaba en Babia, les saludé, y raro en mí, no les dí conversación, vamos, que ayer no era mi día, secuelas de dormir mal y a destiempo.

Almuerzo-comida y con todo el dolor del corazón, regreso a casa, donde se percibe con más claridad que la ciudad no abraza, ni transmite el mismo placer a los sentidos. En el trayecto, un torbellino de pensamientos invadieron mi cabeza, es lo que tiene viajar en moto, que ando muda e investigo por dentro, rebuscando en el baúl de los recuerdos.